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Fez, ciudad milenaria

La ciudad de Fez se muestra inalterable con la llegada de visitantes, se deja observar pero no se rinde facilmente al recién llegado. Te acoge, pero se resiste a ti. Te deja perderte y a veces te ayuda a encontrarte. Esa fue la sensación durante los intensos tres días que pasamos callejeando por la medina de Fes el Bali, la zona amurallada peatonal más grande del mundo y que se considera el centro espiritual e intelectual de Marruecos.

Un universo único, cerrado y complejo al que solo puedes acceder a través de monumentales puertas, empujada por la corriente de personas que vienen y van, como si se tratase de un río que te arrastra impotente por su cauce.

El olor de Fez se te clava para siempre en el recuerdo. Huele a cuero y a especias. Huele a calle, a gente, a trabajo duro. Huele a supervivencia.

Cuando aterrizamos en el aeropuerto decidimos coger un taxi, para no perder ni un segundo del poco tiempo que teníamos para realizar nuestro reportaje fotográfico.

El taxista, por amabilidad o negocio, o ambas, contactó con un joven llamado Mohammed que nos ayudaría a encontrar el Ryad en la zona peatonal por la que no se podía acceder en coche. Mohammed resultó ser un simpático chaval que había vivido en Madrid y hablaba un perfecto español. Le advertimos desde el primer momento de que no disponíamos de un mísero dirham (moneda de Marruecos) para pagarle el servicio, pero insistió en acompañarnos. Juro que era verdad, viajamos con muy poquito dinero porque nuestro objetivo era solamente sacar fotos. Gracias, Mohammed, menos mal que no decidiste mandarnos a la mierda en ese momento, porque nos hubiésemos perdido muchos rincones interesantes que se convirtieron en imágenes para siempre.

El Ryad era precioso. Típica casa tradicional árabe con patio interior, alrededor del cual se organizan los diferentes salones o habitaciones. Originalmente eran espacios abiertos, llenos de plantas y con una fuente en medio, simbolizando el paraíso musulmán. Con el paso de los años, se fueron modificando hasta convertirse en lo que son ahora, pequeños hoteles pintorescos, llenos de azulejos, maderas de colores talladas, muebles restaurados y una bonita terraza desde la que se ve toda la ciudad.

Fuimos recibidas con amabilidad por los dos jóvenes que regentaban el lugar y nos sirvieron un riquísimo té moruno para darnos la bienvenida.

El primer paseo por las calles de esta ciudad, ataviadas con nuestras cámaras de fotos, fue un tanto vacilante y dudoso. Teníamos que enfrentarnos al choque cultural que te provoca este país, si es la primera vez que lo pisas.

Dos chicas sin velo robando imágenes por las esquinas de Fez, no era lo que muchos querían encontrarse. Unas horas más tarde ya nos conocía todo el barrio, Mohammed se había encargado de avisar a sus vecinos de que éramos amigas suyas. Creo que todavía tenía la esperanza de ganarse un dinerito a costa de las turistas, aunque no dejábamos de avisarle de que no éramos una buena inversión. Al final, creo que simplemente le caímos bien.

Nos enseñó calles y más calles laberínticas de tiendas tradicionales, mezquitas, zocos, patios y jardines. Tuvo la paciencia de esperar mientras capturábamos imágenes. Descubrimos luces, reflejos, sonrisas y miradas increíbles.

Y después nos invitó a tomar uno de esos tés tan ricos en casa de sus amigos. Pasamos un rato con ellos hablando sobre la vida de los jóvenes en Marruecos y nos resolvieron las típicas dudas de veinteañeras recién llegadas de Europa. ¿Qué hacéis los jóvenes en Fez para divertiros? ¿Bebéis cerveza?

Nos quedó muy clara la respuesta cuando abrieron la nevera y nos ofrecieron una, nos contaron qué carrera estudiaban e incluso comenzaron a liar un porro de hachís. ¡Qué lugar de contrastes!

Nosotras teníamos que concentrarnos en nuestro objetivo, por lo que nos despedimos amablemente y continuamos nuestro viaje fotográfico.

Comimos mucho. La comida es estupenda. Recuerdo un plato de cuscús de verduras que te quitaba el habla. Lo pasamos muy bien probando la gastronomía de la zona en los momentos de descanso.

Hacía calor, era marzo, pero el aire del Sahara llegaba con fuerza y caminar durante tanto tiempo se hacía pesado, por lo que intentábamos pasear por zonas de sol y sombra para no cansarnos demasiado. La luz entraba por las rendijas de los mercados techados convirtiendo las calles en escenarios perfectos para captar momentos mágicos.

Marruecos es una auténtica inspiración fotográficamente hablando.

Nos dimos cuenta de una cosa. Fez está llena de hombres. Hombres de todas las edades caminando, vendiendo, rezando. Había pocas mujeres por la calle y muchas estaban tapadas hasta los pies. Impresionaba bastante y a la vez causaba mucha curiosidad. Ellos se dirigían a nosotras para vendernos, nos saludaban, nos piropeaban o simplemente nos sonreían, pero ellas nos evitaban.

Excepto dos o tres chicas con las que conseguimos comunicarnos y nos regalaron una estupenda sonrisa de oreja a oreja. El mejor souvenir.

Entre paseo y paseo, llegó la hora de irnos. Fue paradójico porque caminando por aquellas históricas calles parecía que el tiempo se hubiese detenido, pero en realidad pasó más rápido que nunca.

Volveremos.

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