Portugal te envuelve entre sus azulejos y sus adoquines. Y nunca te deja ir. Si te vas, te llevas las saudades contigo. Para siempre.
Viajar al país vecino siempre es sinónimo de disfrutar. Su comida, su gente, su cultura, sus paisajes, sus costas, las calles de sus ciudades siempre llenas de vida. Cada rincón del país luso es maravilloso.
Este verano hemos tenido la suerte de recorrer desde Figueira de Foz hasta Porto, pasando por Coimbra y Aveiro. El mismo modelo de viaje que en la ruta por el norte de España. De camping, sencillo, en contacto con la naturaleza. Disfrutando del aire libre.
Fueron pocos días, pero el tiempo suficiente para desconectar de los últimos meses de locura que hemos vivido. Asumir este torbellino de malas noticias que nos han caído encima ha sido complicado para todos, de diferentes maneras.
Hacer un viaje siempre reconforta. Te sientes más viva que nunca, conectas contigo misma, olvidas los malos momentos.
Creo que Portugal es perfecto para eso. El viaje en coche hasta Figueira, con música lusa de fondo y la ilusión de quien emprende un camino. ¡Qué sensación!
El camping era espectacular. Un enorme pinar en varias alturas, piscina, pista de tenis y baloncesto, un pequeño restaurante, mesas de picnic y nuestras tiendas de campaña.
Durante la noche, silencio absoluto y durante el día, un sol radiante y el viento característico de la zona, que entra desde la costa.
El segundo día, después de haber recorrido el camping, la ciudad y su playa, decidimos viajar a Coimbra, una vieja conocida. La ciudad de las saudades infinitas de todos aquellos estudiantes que pasamos tiempo en su Universidad, disfrutando de sus fiestas, compartiendo momentos únicos.
Coimbra se te queda grabada en el corazón, tatuada en el alma. Es de esos lugares que te recuerdan a los buenos momentos, a la juventud, a esa sensación de tener todo por descubrir. «Momentos que passam, saudades que ficam».
En lo alto, tras subir las escaleras «monumentais» o las «quebracostas», está el campus universitario. A sus faldas, la ribera del Mondego. Alrededor, la zona vieja, de piedra, con sus tiendas, bares, cafeterías. Con sus graffittis y arte callejero. ¡Qué bonita eres, Coimbra!
Al día siguiente, de camino a Porto, paramos en la Venecia portuguesa para dar un paseo. Es un lugar especial. Estuvimos solo un ratito y continuamos. Pero primero comimos en la playa más cercana. Ensalada, melón, una conversación con una simpática señora colombiana y seguimos.
Finalmente llegamos a Porto para pasar esa tarde, la noche y el día siguiente. La segunda ciudad más grande del país siempre está viva y preparada para recibir a sus visitantes, igual que sus habitantes, tan hospitalarios.
Nos encontramos con unos amigos que nos llevaron a cenar el mejor bacalhau de la ciudad en un restaurante típico con decoración tradicional y después, a beber unas caipirinhas a la zona de fiesta.
Las restricciones no nos permitieron entrar a bailar en los pubs, ni trasnochar demasiado, pero pudimos tomar unas copas en una terraza y charlar un ratito.
Al día siguiente, soleado y caluroso, recorrimos la ribera del Douro, cruzamos el puente Luis I por ambas alturas, subimos varias veces las cuestas y escaleras más largas que hemos subido nunca, entramos en todas las tienditas, sacamos muchas fotos y finalmente disfrutamos de una enorme francesinha, que debo confesar, estaba riquísima.
¡Qué bien lo pasamos!
Nos despedimos de Porto y regresamos a Coruña con las maletas llenas. Llenas de buenos ratos, de risas, de paisajes…
Ya estoy contando los días para volver. Portugal, me tienes enamorada.