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Ilha de Ibo, paraíso del silencio y las estrellas

Nunca había estado antes en un sitio tan recóndito como Ilha de Ibo, una isla perdida en el archipiélago de las Quirimbas, al norte de Mozambique.

Para llegar, hizo falta mucha paciencia y varios medios de transporte. ¡Vaya aventura!

Recuerdo que en un momento de las cuatro horas de camino que separaban la ciudad de Pemba de la costa cerca de Ibo, tuvimos la suerte de ver muy de cerca un babuíno salvaje. Corría por la carretera de arena a gran velocidad, primero pensamos que era una persona, pero a medida que nos acercábamos pudimos verlo bien. ¡Qué maravilla! Se echó a un lado y desapareció entre los árboles.

Vimos poblados perdidos, kilómetros y kilómetros de palmeras, baobabs y flora salvaje, largas carreteras de arena hasta que finalmente llegamos al lugar desde donde partía nuestro barco. Tuvimos la suerte de viajar con dos cooperantes de una fundación española, que nos ofrecieron dos sitios en su barquita, para navegar hasta la isla.

Y por fin llegamos. Buscamos un camping, el Karibuni, con unas cabañas redondas de techo de bambú, nos cambiamos de ropa y comenzamos a explorar la zona.

Ilha de Ibo es un lugar con mucha historia, pero tal y como está, parece que se haya quedado anclada en el tiempo. Una calle principal con jardines y edificios coloniales medio destruidos, la zona del puerto con varios barcos de pescadores, una fortaleza preciosa en forma de estrella, playas paradisíacas, manglares y la comunidad, donde viven los lugareños en pequeñas casitas.

Era el paraíso del silencio y el lugar donde he visto más estrellas. Tantas, que parecía que podíamos tocarlas con nuestras propias manos. Desde el embarcadero de madera, donde amarraban los barquitos que salían a pescar cada madrugada, se veían miles, millones, trillones de estrellas. No había prácticamente luz alrededor, por eso nos recomendaron ir al caer la noche.

Se trata de una isla pequeñita, pero con bastante movimiento. En su día fue un punto clave de comercio entre Asia y África, un punto negro en la historia de Mozambique por ser lugar de tráfico de esclavos, y hoy es un lugar que empieza a vivir del turismo. Hay varios hoteles donde reciben visitantes de Europa y Estados Unidos, con bastante poder adquisitivo, que llegan en aviones al “aeropuerto”. ¡Tendríais que ver ese aeropuerto, por eso lo pongo entre comillas! Digamos que es un campo grande donde pequeños aviones y avionetas pueden aterrizar.

La Fundación IBO tiene varios edificios en la isla, donde realiza su trabajo de cooperación al desarrollo con educación para jóvenes donde aprenden oficios, atención nutricional y sanitaria para niños. El objetivo principal de nuestro viaje era conocer su trabajo en terreno.

El equipo nos recibió muy amablemente y nos mostró su día a día y la gran labor que realizan. Durante el fin de semana, recorrimos varios lugares preciosos con ellos. Fuimos a pasar el día a una playa a unos 40 minutos caminando, nos llevaron a cenar a un restaurante local, el de Benjamín, con una comida riquísima y durante todo un día nos fuimos de excursión a la isla vecina, Ilha de Quirimba. Con la marea baja, pudimos caminar hasta allí atravesando los manglares en un recorrido de unas dos horas.

La isla tiene una costa de arena blanca paradisíaca, con el agua a la temperatura perfecta y disfrutamos de varios baños y una estupenda comida casera. Por la tarde, recorrimos el pueblo, encontramos un campo de futbol donde estaban disputando un partido bajo la atenta mirada de todos los lugareños y al volver, como la marea ya había subido, nos montamos en un barquito para llegar a Ilha de Ibo, atravesando los mismos manglares, a los que ya no se les veía la raíz.

Llegamos de noche. Pasamos un par de días más conociendo Ibo, charlando con los artesanos que trabajan en el fuerte, visitando las tiendas de costura, jugando con los niños del barrio, probando el mushiro (una pasta blanca que las mujeres se colocan en la cara para protegerse del sol y mantenerse jóvenes) y disfrutando de esas estrellas y ese silencio que tanto nos hacía falta.

Para seguir nuestro camino tuvimos que esperar a que la marea nos permitiese salir en barco y finalmente de madrugada, emprendimos el viaje de vuelta. Subimos a una pequeña barca, en la que llevaban nada más y nada menos que una moto entre otras cosas, y llegamos al puerto, donde esperamos a que saliese una “chapa” hacia la ciudad de Pemba.

¡El viaje fue aún más largo que el de ida! Pero recuerdo que volvíamos contentas, por haber conocido ese lugar maravilloso, que tan pocos han tenido la suerte de ver.

Cómo nos gusta viajar, porque enriquece el alma y la mente.

Ojalá poder volver a vivir una aventura así muy pronto.

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